Las personas en el mundo
occidental tenemos el hábito de acumular cosas a lo largo de los años; algunos
más que otros, lo reconozco. Quizás lo hagamos para sentirnos seguros o por
estar más a gusto, no lo sé. El problema surge cuando debemos cambiar de
residencia y llevar con nosotros nuestras pertenencias. A la alegría por
encontrar objetos que creíamos perdidos se suma la tristeza de deshacernos de
otros que ya no nos sirven. Y es ahí cuando toca armarse de valor para
discernir lo que es importante y lo que no. donde entra en juego el valor
sentimental que damos a las cosas. Porque el objeto más feo del mundo puede ser
al que más cariño tengamos, por el simple hecho de que alguien al que queremos
nos lo haya regalado.
Es por eso que las mudanzas son de los acontecimientos más estresantes en nuestra vida; llegando a provocarnos
incluso, cierto nivel de angustia al vernos sobrepasados por la situación. Las
personas frente a los objetos, que parecen multiplicarse por momentos. Cuando
no nos dan las manos y agarramos cosas con la boca. Vaciamos armarios y
cajones. Metemos todo en bolsas y cajas. Lo bajamos con suerte en ascensor; y
si no, a peso por las escaleras. Sudamos. Cargamos el coche y vamos “como los
gitanos” (cero visibilidad por los cristales). Aparcamos cerca y descargamos. Dejamos
las cosas donde cuadra. Y el dolor de espalda, nadie nos lo quita.
Sin embargo, hoy quiero pensar en
las mudanzas como oportunidades para desprendernos de todos aquellos objetos
que nos atan y que muchas veces no necesitamos. Estos objetos nos dificultan
avanzar. Teniendo en cuenta lo incierto que es nuestro futuro en los tiempos
que corren, aferrarnos a las cosas carece de sentido. Porque cuando renunciamos a ellas, somos más
libres. Alguien dijo una vez… “No es más rico el que más tiene, sino el que
menos necesita”.